No hay duda de que el Código Canónico, la Doctrina y el Magisterio han diferenciado entre quién, por razón del aborto, incurre en causa de excomunión y quién se encuentra en pecado mortal, y en consecuencia entre quién queda fuera de la iglesia y quién por su actitud se priva de poder recibir la Comunión.
La diferencia está en el grado de participación. Por un lado tenemos a quienes participan directamente en la práctica del aborto: son los que colaboran material (físicamente colaboran en la muerte del no nacido: médicos, clínicas, personal sanitario, la propia madre) y/o intelectualmente (induciendo o confundiendo el consentimiento: psicólogos, asistentes, incluso algunos autores hablan de los que “actúan” por omisión). Por otro a quienes participan indirectamente apoyándolo o sosteniéndolo con sus aptitudes. A este último grupo pertenecen quienes están dispuestos a votar a favor de una ley abortista; pero también aquellos que no cambian, pudiendo hacerlo o haberlo hecho, leyes como la vigente en España. A los primeros, a quienes participan directamente, les corresponde la pena de excomunión, mientras que los segundos, en su calidad de pecadores, se automarginan, en virtud de la libertad que Dios nos ha dado, de la Comunión.
El problema es cuando la actitud del pecador, que no del excomulgado, es pública y notoria. En estos casos cuál debe ser la reacción de la Iglesia, del sacerdote oficiante para evitar el escándalo. En punidad, como ha sucedido en otros países, a todos aquellos que con su voto apoyaran leyes abortistas, y si este apoyo fuera conocido, el sacerdote conocedor de ese posicionamiento, por Cristo, por él mismo, en beneficio de la comunidad católica y para evitar escándalo, deberá negarles la comunión. Esto puede resultar chocante, duro, radical, pero es lo que toca. Se puede decir más alto, pero no más claro. Se debe hacer sin humillación ni escarnio, con la mayor caridad cristiana, pero se debe hacer.
Es obvio que los sacerdotes no pueden preguntar a cada uno que se acerca a recibir al Señor cuál es su posicionamiento en esta materia. Ahora bien, si el que se acerca es reconocido por su posicionamiento público a favor del aborto y no se ha retractado en la misma forma, a mi entender y sin ánimo de querer criminalizar a nadie o imputar responsabilidades, el sacerdote, pese a lo incómodo, comprometido y violento de la situación, debería negarle la comunión. ¡Qué gran bien haría ese sacerdote, qué gran labor para Dios, cuántas vidas podría salvar esa actitud valiente y comprometida del sacerdote, cuántas conciencias se removerían!
Pero la Doctrina y el Magisterio no sólo se refieren, no sólo afectan, a quien apoye con su voto el aborto, o esté dispuesto a mantener leyes abortistas en vigor, sino también a quien lo financie o lo promocione, o lo que es peor, a quien no esté dispuesto a su abolición, si en sus manos estuviera tal posibilidad de hacerlo. Es por ello que la pregunta que nos asalta es: ¿cómo debería actuar el sacerdote a la hora de darles la Comunión ante aquellos políticos que, siendo conocida su actitud pública, firman conciertos con las clínicas abortistas, que distribuyen gratuitamente la píldora del día después, incluso a menores sin el consentimiento paterno, o que, cual fariseos, se azotan públicamente por la nueva ley, pero aceptan y se comprometen a mantener la actual? ¿Debería darle la Comunión o pedirle primero su reconciliación con Dios mediante el Sacramento de la Confesión? La respuesta no debiera dejar lugar a dudas, pero parece que a estas alturas sí existen y muchas.
Yo sé que la pregunta no es cómoda, que no es fácil de contestar. Es una pregunta de respuesta comprometida que quizás ponga en evidencia a muchos sacerdotes. Sin embargo yo me considero con derecho a obtener una respuesta clara de mis pastores. Entre otras razones porque, a la vista de los acontecimientos, mis hijos me demandan una contestación. La pregunta está en la calle: ¿Puede un político, que se autodenomina católico y que públicamente apoya la actual ley del aborto y se compromete a mantenerla, recibir el Sagrado Cuerpo de Cristo? ¿Puede un político, que con su voto apoye la nueva ley del aborto, recibir el Sagrado Cuerpo de Cristo? ¿Cuál es la diferencia entre ambos? ¿Qué les haría merecedores a unos o a otros de tan alto privilegio? No lo olvidemos, a quien provoca escándalo más le valdría colgarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al mar.
Por último, no me vengan con preguntas espurias tipo: ¿Quién es usted para opinar? ¿Cómo se puede usted entrar en la conciencia de otro? Pues bien, lo hago porque amo mi Credo y no consiento el escándalo que puede minarlo; porque quiero que todo ser concebido nazca; porque lucho por una legislación acorde al orden natural y la moral objetiva y porque sólo con un pronunciamiento claro y riguroso, las conciencias de muchos se activarían y podríamos salvar la vida de muchos inocentes. Si esa actitud valiente, gallarda e incómoda, de un sacerdote cualquiera sirviera para que determinados políticos suspendieran sus conciertos con las clínicas abortistas o dejaran de distribuir la píldora del día después, aunque solo consiguiera salvar la vida de un único inocente, Bendito sea ese sacerdote.
Un artículo de Rafael López-Diéguez
La diferencia está en el grado de participación. Por un lado tenemos a quienes participan directamente en la práctica del aborto: son los que colaboran material (físicamente colaboran en la muerte del no nacido: médicos, clínicas, personal sanitario, la propia madre) y/o intelectualmente (induciendo o confundiendo el consentimiento: psicólogos, asistentes, incluso algunos autores hablan de los que “actúan” por omisión). Por otro a quienes participan indirectamente apoyándolo o sosteniéndolo con sus aptitudes. A este último grupo pertenecen quienes están dispuestos a votar a favor de una ley abortista; pero también aquellos que no cambian, pudiendo hacerlo o haberlo hecho, leyes como la vigente en España. A los primeros, a quienes participan directamente, les corresponde la pena de excomunión, mientras que los segundos, en su calidad de pecadores, se automarginan, en virtud de la libertad que Dios nos ha dado, de la Comunión.
El problema es cuando la actitud del pecador, que no del excomulgado, es pública y notoria. En estos casos cuál debe ser la reacción de la Iglesia, del sacerdote oficiante para evitar el escándalo. En punidad, como ha sucedido en otros países, a todos aquellos que con su voto apoyaran leyes abortistas, y si este apoyo fuera conocido, el sacerdote conocedor de ese posicionamiento, por Cristo, por él mismo, en beneficio de la comunidad católica y para evitar escándalo, deberá negarles la comunión. Esto puede resultar chocante, duro, radical, pero es lo que toca. Se puede decir más alto, pero no más claro. Se debe hacer sin humillación ni escarnio, con la mayor caridad cristiana, pero se debe hacer.
Es obvio que los sacerdotes no pueden preguntar a cada uno que se acerca a recibir al Señor cuál es su posicionamiento en esta materia. Ahora bien, si el que se acerca es reconocido por su posicionamiento público a favor del aborto y no se ha retractado en la misma forma, a mi entender y sin ánimo de querer criminalizar a nadie o imputar responsabilidades, el sacerdote, pese a lo incómodo, comprometido y violento de la situación, debería negarle la comunión. ¡Qué gran bien haría ese sacerdote, qué gran labor para Dios, cuántas vidas podría salvar esa actitud valiente y comprometida del sacerdote, cuántas conciencias se removerían!
Pero la Doctrina y el Magisterio no sólo se refieren, no sólo afectan, a quien apoye con su voto el aborto, o esté dispuesto a mantener leyes abortistas en vigor, sino también a quien lo financie o lo promocione, o lo que es peor, a quien no esté dispuesto a su abolición, si en sus manos estuviera tal posibilidad de hacerlo. Es por ello que la pregunta que nos asalta es: ¿cómo debería actuar el sacerdote a la hora de darles la Comunión ante aquellos políticos que, siendo conocida su actitud pública, firman conciertos con las clínicas abortistas, que distribuyen gratuitamente la píldora del día después, incluso a menores sin el consentimiento paterno, o que, cual fariseos, se azotan públicamente por la nueva ley, pero aceptan y se comprometen a mantener la actual? ¿Debería darle la Comunión o pedirle primero su reconciliación con Dios mediante el Sacramento de la Confesión? La respuesta no debiera dejar lugar a dudas, pero parece que a estas alturas sí existen y muchas.
Yo sé que la pregunta no es cómoda, que no es fácil de contestar. Es una pregunta de respuesta comprometida que quizás ponga en evidencia a muchos sacerdotes. Sin embargo yo me considero con derecho a obtener una respuesta clara de mis pastores. Entre otras razones porque, a la vista de los acontecimientos, mis hijos me demandan una contestación. La pregunta está en la calle: ¿Puede un político, que se autodenomina católico y que públicamente apoya la actual ley del aborto y se compromete a mantenerla, recibir el Sagrado Cuerpo de Cristo? ¿Puede un político, que con su voto apoye la nueva ley del aborto, recibir el Sagrado Cuerpo de Cristo? ¿Cuál es la diferencia entre ambos? ¿Qué les haría merecedores a unos o a otros de tan alto privilegio? No lo olvidemos, a quien provoca escándalo más le valdría colgarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al mar.
Por último, no me vengan con preguntas espurias tipo: ¿Quién es usted para opinar? ¿Cómo se puede usted entrar en la conciencia de otro? Pues bien, lo hago porque amo mi Credo y no consiento el escándalo que puede minarlo; porque quiero que todo ser concebido nazca; porque lucho por una legislación acorde al orden natural y la moral objetiva y porque sólo con un pronunciamiento claro y riguroso, las conciencias de muchos se activarían y podríamos salvar la vida de muchos inocentes. Si esa actitud valiente, gallarda e incómoda, de un sacerdote cualquiera sirviera para que determinados políticos suspendieran sus conciertos con las clínicas abortistas o dejaran de distribuir la píldora del día después, aunque solo consiguiera salvar la vida de un único inocente, Bendito sea ese sacerdote.
Un artículo de Rafael López-Diéguez
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